7. Resumen del contenido
El tema aborda una serie de rasgos estructurales de larga duración de los siglos modernos: por un lado, la evolución demográfica, el reparto de la población europea y el desarrollo de las ciudades tanto a nivel general como por regiones geográficas; y por otro, la organización de la sociedad y los conflictos sociales que se producen en su seno.
Para comenzar hay que tener en cuenta que la dinámica de la población europea en los siglos modernos se ajusta en todo al modelo demográfico antiguo, caracterizado por una natalidad y una mortalidad elevadas y, en consecuencia, por un crecimiento vegetativo débil a pesar de que la fecundidad era también alta. Los datos lo confirman claramente, aun cuando resulta difícil medir las tasas de mortalidad y natalidad por el desconocimiento del volumen de la población en cada localidad: las tasas brutas de mortalidad ordinarias oscilan entre el 28 y el 38 por mil, mientras que las de natalidad se sitúan entre el 35 y el 45 por mil, considerándose la tasa de 40 por mil la más representativa, aunque en casos excepcionales podía elevarse al 57 por mil, como entre los colonos franceses de Canadá a principios del siglo XVIII.
Las causas de tan alta mortalidad, a la que no es ajena la elevada tasa de mortalidad infantil, que giran en torno al 250 por mil, son varias: una economía agraria de escaso desarrollo tecnológico, sujeta además a fuertes oscilaciones climáticas, y con una infraestructura que incapaz de cubrir las necesidades alimenticias de la gente; un reparto desigual de la riqueza, lo que favorecía la mala nutrición de gran parte de la población y con ella que fuese más vulnerable a todo tipo de enfermedades infecciosas; la falta de higiene generalizada tanto en el campo como en la ciudad, sobre todo en los sectores más humildes de la sociedad, lo que facilitaba la transmisión de agentes patógenos; y la ineficacia de una medicina poco evolucionada. A todos estos factores ordinarios hay que añadir los extraordinarios: el hambre, la guerra y las enfermedades epidémicas, en particular la peste, cuyas repercusiones allí donde se producían eran tanto más graves por cuanto que afectaban al normal desarrollo demográfico, ya que incrementaba las emigraciones, reducía el número de nuevos esponsales y disminuía las concepciones. La consecuencia de todo ello es que la esperanza de vida de los europeos era muy corta: entre 23 y 25 años en Francia para hombres y mujeres hacia 1740; entre 31 y 38 años en Inglaterra desde 1541.
¿Cuántos habitantes vivían en Europa en el siglo XVI? Hacía 1500 se estima que la población rondaba en torno a 82 millones de personas; en 1600 se había elevado a 105 millones. Este crecimiento fue debido a unas altas tasas de nupcialidad y de natalidad, y a un descenso de la mortalidad, al menos hasta la década de 1560. A partir de 1570, sin embargo, esta tendencia comenzó a invertirse a causa de la subida desproporcionada, respecto a los salarios, del precio de los cereales, general en toda Europa, como consecuencia de una sucesión de malas cosechas causadas por un progresivo enfriamiento atmosférico. Quienes más crecieron en esta centuria fueron Rusia, por la colonización de amplias superficies en el Mar Negro y en el Caspio, así como los Países Bajos, Inglaterra y España, aunque en este caso desde la década de 1580 se observan claros signos de retroceso, al menos en Castilla. Menor crecimiento demográfico se aprecia en Alemania, Italia y Francia, aun cuando era la nación más poblada de Europa, donde, por otra parte, se aprecian diferencias notables entre regiones.
¿Cómo se distribuía la población europea? Los demógrafos establecen un reparto muy desigual: mientras que en las colonias de América existía un considerable vacío con una densidad media inferior a 0,3 hab/km2, en Europa la densidad media se mantuvo entre 18 y 22,5 hab/km2 durante el siglo XVII. Pero en el interior del viejo continente también se observa una desigual distribución: Francia, Italia, los Países Bajos, Inglaterra, los valles del Rin y del Danubio eran los territorios más densamente poblados; los países escandinavos, los menos habitados. Entre ambos extremos se encontraba España y la mayor parte de los territorios alemanes.
Semejante desigual distribución está relacionada a su vez con el auge de las ciudades, que no dejaron de crecer durante la centuria: las 26 ciudades que hacia 1500 contaban con 40.000 habitantes pasaron a ser 42 en 1600. Y no es una casualidad que estos centros urbanos prosperasen en las regiones más densamente pobladas y con mayores recursos económicos: en los Países Bajos, sobre todo, pero también en los valles del Rin y del Guadalquivir y en Italia. Otras ciudades, sin embargo, crecieron de forma desmesurada bajo el amparo de la corte y de su privilegiada posición en el circuito comercial europeo. Es el caso, a finales del siglo XVI, de París, Nápoles y Constantinopla (tenían más de 200.000 habitantes), de Londres, Milán y Venecia (entre 150.000 y 200.000 habitantes), de Roma, Sevilla, Ámsterdam, Lisboa y Palermo (en torno a los 100.000 habitantes) y de Mesina, Florencia, Génova, Madrid, Granada y Valencia, con una población comprendida entre 60.000 y 100.000 habitantes.
En cuanto a la sociedad del siglo XVI hay que decir que presenta las mismas características que venían dándose desde la Edad Media. Como entonces, estaba integrada por dos estamentos privilegiados, el clero y la nobleza. Los que no pertenecían a ninguno de estos grupos formaban por exclusión un tercer estamento, el estado llano, el estado general o el tercer estado. Este esquema tripartito, justificado por la teoría política que proyectaba el orden celestial en la sociedad de la época, es sin duda demasiado simplista, ya que la realidad siempre fue más compleja al no existir unas fronteras precisas entre los estamentos. Porque si en la teoría los no privilegiados sólo podían aspirar a formar parte del clero, que era un estamento abierto, no determinado por el nacimiento, como los otros dos estamentos, lo cierto es que a la nobleza se
accedía también por diversas vías: a través de matrimonios desiguales de nobles y plebeyos, mediante la exclusión en los padrones de pecheros y la compra de empleos públicos, cuando no del ennoblecimiento por concesión de los monarcas en recompensa de servicios prestados a la Corona, incluidos los financieros.
El afán de los plebeyos por integrarse en la nobleza, especialmente los burgueses enriquecidos con la actividad mercantil –este proceso ha llevado a algunos autores a hablar de la “traición de la burguesía”-, respondía a unos objetivos muy precisos, no exclusivamente materiales, pues a las exenciones fiscales que todo noble gozaba, importantes, sin duda, se sumaban una serie de privilegios jurídicos de no menor interés, como el de ser juzgados por tribunales especiales, no poder ser atormentados salvo por ciertos delitos, tales que el de lesa majestad, ni ahorcados, ni azotados ni condenados a galeras ni encarcelados por deudas civiles. Pero integrarse en el estamento eclesiástico tampoco era una opción desdeñable por varios motivos: sus miembros estaban exentos de la jurisdicción ordinaria y gozaban de privilegios fiscales, lo que
favorecía el fraude al poner en cabeza de un pariente eclesiástico la hacienda familiar.
Por otra parte, dentro de cada estamento existían marcadas desigualdades en función de la riqueza y del lugar que cada individuo o familia ocupaba en las instituciones civiles y religiosas. Así, en el estamento nobiliario hay que distinguir entre alta y baja nobleza: al primer grupo pertenecían los nobles poseedores de un título (duque, marqués, conde, barón), propietarios además de extensos señoríos; al segundo, varias categorías que se suelen identificar con la denominación de caballeros o gentileshombres, y en Castilla también con la de hidalgos. En el estamento eclesiástico las desigualdades eran análogas: no disponían de los mismos ingresos el alto clero (prelados y canónigos) que el bajo clero (curas párrocos), y estas diferencias se acentuaban en el bajo clero en función de que sus miembros residieran en la ciudad o en el campo. Y lo mismo sucedía entre el clero regular: había órdenes religiosas que disponían de elevadas rentas y otras, como las mendicantes, menos prósperas. Finalmente, en el seno del estado llano se producían igualmente contrastes de riqueza muy acentuados.
En los núcleos urbanos destacaban los hombres de negocios, los comerciantes-banqueros del Renacimiento, los asentistas de España o los financieros de Francia, que gozaban de un nivel de vida similar al de alta nobleza y de unos ingresos considerables; por debajo de ellos se encontraban los mercaderes de lonja, al por mayor, y algunos maestros artesanos, plateros,
sobre todo; después venían los pequeños y medianos comerciantes, cuyo nivel de ingresos se asemejaba mucho al de los maestros artesanos; el último eslabón lo integraban oficiales, criados, aprendices, un variopinto grupo de trabajadores libres no especializados que se dedicaban a la carga y descarga de mercancías (“ganapanes”, “gagnedeniers”, “bergantes” y “journeymen”) y una multitud de pobres que vivían de la caridad. Junto a ellos hay que mencionar a los rentistas y a un abigarrado conjunto de profesiones relacionadas con la administración local y estatal, así como con los tribunales de justicia y con la actividad comercial: abogados, notarios, procuradores, agentes de comercio y otros muchos empleos de características similares.
En las zonas rurales también se aprecian importantes desigualdades. Es verdad que el campesinado constituía la mayoría de la población europea, pero su situación social y económica variaba en función de diferentes factores: que fuera propietario de tierras de labor y de ganados, que fuera jornalero o que dependiera de un señor jurisdiccional, del régimen de tenencia de la tierra o de la duración de los contratos de arrendamiento y de aparcería. En los países del Este de Europa el campesinado estaba sometido al régimen de servidumbre, lo que implicaba la obligación de realizar determinados trabajos gratuitos en beneficio del señor (corvées o robot). Así pues, encontramos campesinos acomodados que poseían tierras en propiedad o con contratos favorables, así como animales de tiro y utensilios de labranza (“labradores honrados” en
Castilla; yeomen en Inglaterra); campesinos medios independientes –su número fue reduciéndose en el siglo XVII debido sobre todo a la evolución capitalista de la agricultura-; labradores dependientes, que no disponían de tierras suficientes para hacer frente al pago de diezmos, rentas e impuestos; y jornaleros o campesinos sin tierra.
8. Glosario
- Régimen demográfico antiguo
- Mortalidad, natalidad, nupcialidad
- Familia nuclear, familia extensa
- Sociedad estamental y estamentos
- Clero secular VS clero regular
- Nobleza VS aristocracia
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