martes, 11 de marzo de 2014

11-M (II)



La prensa busca ángulo para observar los trenes. Accede a una azotea sobre las vías. La hilera negra va creciendo. Desbordados por las circunstancias, los equipos sanitarios han montado un hospital de campaña en el pabellón Daóiz y Velarde.

Una docena de personas están sentadas o tumbadas sobre el caucho, tapadas con mantas térmicas. Un enfermero presiona rítmicamente el pecho de un hombre. Un minuto después, una manta lo cubre por completo.

El líder de Batasuna, Arnaldo Otegi, se desmarca de la matanza; algo inédito también con relación a una acción de ETA. El ministro del Interior, Ángel Acebes, le atribuye la autoría, y así lo intentará mantener, en acción conjunta de todo el gobierno del PP -embajadores incluidos-, hasta que tres días después se celebren las elecciones: la ceremonia de la confusión ha empezado, pero 72 horas son demasiadas como para que las pesquisas de la policía -desde el principio dirigidas al islamismo radical- no acaben trascendiendo.

Junto a las vías, la magnitud reclama otra autoría, desde luego.

Porque aparte de que lo que la acción en sí misma explica (en día 11, como en el 2001 en Estados Unidos, y en cuatro trenes, como allí cuatro aviones, y, rizando la cabalística, y como enseguida correrá, 911 días después), la policía piensa desde el inicio que aquella barbarie no puede haber sido cometida por una banda en fase casi terminal, que carece de la docena de personas que como mínimo se requieren para tal acción, y no sólo lo piensa sino que los primeros datos empiezan a cuajar en esa línea a mediodía del día 11, cuando aparece la furgoneta en la que el comando ha transportado las bombas. Es una Renault robada, repleta de indicios que en pocas horas serán evidencias. Una cinta con cánticos en árabe y, sobre todo, detonadores de explosivo y envoltorios de dinamita goma 2 ECO, robada en Asturias. ETA suele utilizar titadyne, no goma 2. El dato es vital, porque la tecnología de unos artefactos y otros es distinta.

A media mañana, este diario contacta con una comisaria de la Policía Nacional destacada en la Audiencia Nacional, que señala que, sin desdeñar nada, todas las fuerzas se están concentrando en la vía islamista; con los meses, la divergencia entre lo que ocupaba a la policía en las primeras horas y lo que comunicaba Acebes será pornográfico.

Pero ahora estamos a última hora de la mañana, el número de cadáveres supera los 150 y Madrid se ha ido quedando vacío, en otra imagen brutal de la jornada. Ni un atasco. El pavor.

Hoy, 3.650 días después, con los 28 tipos que probadamente perpetraron aquello en prisión, o inmolados en Leganés tres semanas después, o muertos en acciones de combate en Iraq o por la acción de un dron americano en Pakistán, buena parte de la opinión pública sigue concediendo un margen a la duda de la autoría. Es más apetitoso aferrarse a la sospecha que a la certeza.

Con los datos que tiene, y pese a una llamada a la dirección del diario por parte del presidente del gobierno, José María Aznar, subrayando que la primera opción de la policía es ETA, La Vanguardia es el primer diario, el día 12 de marzo, en señalar cómo el foco policial está realmente puesto en la autoría islamista.

A las 24 horas se descubre una bomba en una bolsa de mano, confundida entre las de los pasajeros, que será la clave de la eficaz actuación judicial y policial de las semanas siguientes.

Con el móvil y la tarjeta SIM de la bomba desactivada se llega a un locutorio de Lavapiés regentado por el marroquí Jamal Zougam, viejo conocido de las fuerzas antiterroristas por su relación al menos de amistad con algunos yihadistas. Zougam y los dos hombres que trabajan con él son detenidos la víspera de las elecciones, lo que retrata el discurso de Acebes hasta entonces. Madrid explota, ahora en manifestaciones exigiendo la verdad; 191 personas han muerto y 1.857 están heridas.

Fuente: La Vanguardia edición digital

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